Catamarca, 7 de septiembre de 1990. Una chica de 17 años sale a bailar y se encuentra con su novio, pero nunca vuelve a su casa. Tres días más tarde la encuentran brutalmente asesinada en las afueras de la capital provincial, con indicios de que su cuerpo había sido sometido a todo tipo de vejaciones.
El caso conmovió al país: María Soledad Morales tenía 17 años, iba a un colegio de monjas, y se la veía sonriente y rodeada de amigas. Desde el principio fue notoria la velocidad con la que se buscó probar una supuesta hipótesis y dar por cerrada la investigación.
El propio jefe de la policía, Miguel Ángel Ferreyra, ordenó que lavaran el cadáver, eliminando así pruebas fundamentales. Más tarde, entre muchos otros descubrimientos estremecedores, se revelaría que era el padre de uno de los asesinos.
Justamente estas irregularidades fueron las que dieron pie a la sospecha: el poder provincial estaba involucrado y protegiendo a los autores del asesinato. “Los hijos del poder” comenzaron a llamarlos. Sus apariciones mediáticas denotaban una impunidad absoluta.
Frente a esto, la provincia entera comenzó a movilizarse en las denominadas “Marchas del silencio”. La primera fue en Catamarca el 14 de septiembre de 1990, pero rápidamente se extendieron por todo el país.
Las denuncias repetían que vieron salir a María Soledad drogada de un boliche y que fue subida a un auto con varios hombres. La palabra “fiesta” era el común denominador de todas las crónicas.
Sin embargo, la demanda social no giraba tanto en torno al crimen como un caso de violencia de género, sino se concentró más en la palabra ‘corrupción’ y, sobre todo, al poder feudal que parecía manejar la provincia.
Entre los nombres de los asesinos aparecían Guillermo Luque (hijo de un diputado nacional) y Pablo y Diego Jalil (sobrinos del intendente).
Todo lo que rodeó al caso fue un escándalo y, en ese contexto, pasaron a retiro a gran parte de la plana mayor de la policía catamarqueña.
Luis Patti, represor durante la última dictadura militar, fue enviado desde Buenos Aires para investigar el caso, pero su complicidad con el aparato catamarqueño fue alevosa desde un primer momento.
El caso fue tan paradigmático que en 1993 salió la película, dirigida por Héctor Olivera y protagonizada por Valentina Bassi. Como el crimen no estaba resuelto y el juicio ni siquiera había comenzado, los nombres de los victimarios fueron cambiados.
Finalmente, los únicos presos fueron Luis Tula y Guillermo Luque. Hoy ambos están en libertad.
El caso, sin embargo, moldeó la visibilidad sobre este tipo de crímenes, donde la víctima es una mujer, aunque su marca más importante es la de una sociedad rompiendo el silencio para interpelar al poder.